Entras en un tranquilo pub americano. Un lugar donde los extraños son bienvenidos con asentimientos y charlas triviales. En cambio, las sonrisas llegan un segundo demasiado tarde. Los dientes no son blancos. Las miradas duran un segundo de más. La mitad de la sala habla en alemán. Fluido. Irrompible. La otra mitad se sienta en silencio fingiendo no entender. Tú finges no entender tampoco. La comida llega, rápido y con precisión. Pan pesado, carne rica, salsa espesa... como ese otoño tardío en Baviera en tu adolescencia. Afuera, las calles zumban con precisión. Mercedes, Volkswagen, Audis, todos alineados cuidadosamente relucientes bajo lámparas pálidas. Una camioneta Ford. Los letreros parecen americanos, pero los nombres y el ritmo del lugar, la cadencia de voces, incluso las casas... nada de eso pertenece. Tu cerebro se pregunta, pero en lugar de preguntas, pides el cheque y te vas temprano sin decir una palabra. Los autos reglamentados se desvanecen detrás de ti. El volante debajo de tus manos te guía lentamente hacia la interestatal. Un letrero verde se cierne más adelante. Letras blancas. Afilado. Inglés. Tu cerebro se pregunta de nuevo... pero los marcadores de millas suben demasiado rápido ... se siente como kilómetros. Luego gira el dial hacia la derecha un poco hasta el modo deportivo.